miércoles, 3 de febrero de 2010

La Casita del Príncipe, de El Escorial



Fachada principal, orientada al este.

La Casita del Príncipe, también llamada de Abajo, se encuentra en el Real Sitio de El Escorial, en medio de un frondoso bosque. Fue mandada construir por Carlos IV en 1771, cuando todavía era Príncipe de Asturias, a semejanza de las casas de campo francesas y de los casinos italianos, que empezaron a estar de moda en España a partir del reinado de Carlos III.

El nombre oficial del palacete, Casa de Campo de El Escorial del Príncipe Nuestro Señor, informa de esta influencia. Se trataba de que el joven príncipe dispusiera de un lugar donde pudiera relacionarse con la naturaleza y poner en práctica sus aficiones, concretadas en la caza, la música y la botánica, liberándose de la etiqueta que exigía su rango.

Las visitas reales no duraban más de un día, lo que explica que la Casita del Príncipe no tenga dormitorios. En cambio, sí que hay cocinas, donde se preparaban los platos de caza y se daba rienda a otra de las aficiones del príncipe, la gastronomía.

Además de la Casita del Príncipe de El Escorial, Carlos IV ordenó edificar otra en El Pardo (1784) y, ya siendo soberano, hizo levantar la Real Casa del Labrador (1790-1803), en Aranjuez. Todas ellas fueron realizadas por Juan de Villanueva, si bien, en el caso del último palacete citado, el gran arquitecto madrileño sólo pudo intervenir en las primeras fases de la construcción.

Gabriel de Borbón, hermano de Carlos IV, también tuvo su propia casa de campo. La Casita del Infante o de Arriba (1771-1773) fue erigida al mismo tiempo que la del Príncipe, en un enclave muy próximo, y fue igualmente proyectada por Villanueva.

Una joya del neoclasicismo

La Casita del Príncipe es un pequeño edificio neoclásico de apenas 27 metros de largo, en su fachada principal. A pesar de sus reducidas dimensiones, condensa con enorme precisión las líneas esenciales de la carrera profesional de Juan de Villanueva y preconiza las bases de su gran obra maestra, el Museo del Prado, que se comenzó mucho más tarde.

El palacete se construyó entre 1771 y 1773 y, diez años después, fue objeto de una ampliación, que prácticamente duplicó su superficie original. A la primera fase corresponde el cuerpo principal, de planta rectangular y con una única altura, excepto en su núcleo central, donde hay dos. Éste integra un pórtico de cuatro columnas dóricas y cornisamento, sobre el que descansan una balconada y dos pequeñas columnas dóricas, que dan forma a la elegante fachada principal, orientada al este.

En la segunda etapa, Villanueva ideó un eje perpendicular, que, partiendo de la cara posterior del citado núcleo central, se prolonga hacia el oeste, configurándose una planta con forma de T invertida. La ampliación supuso integrar dos nuevas dependencias, denominadas Salón Grande y Sala Ovalada, y un pórtico con dos columnas jónicas.


Fachada occidental, con el eje añadido entre 1781 y 1783.

El conjunto de la Casita del Príncipe no sólo destaca por la excelencia arquitectónica de su palacete, sino también por sus jardines y parque, que se conservan casi en su estado original. También se deben a Juan de Villanueva.

Los jardines se distribuyen en dos zonas. La primera de ellas se extiende alrededor de la fachada principal, orientada, como se ha dicho, al este, e integra una plaza circular, decorada con una fuente, de la que parten ocho calles radiales. La segunda, realizada durante la segunda fase señalada, se sitúa en la parte posterior del edificio, al oeste, y presenta un trazado hipodámico, estructurado a partir de un gran estanque.



Dos vistas de los jardines posteriores, proyectados por Villanueva.

Con respecto al interior del palacete, hay tanto que hablar que da para otro artículo. Prometemos analizar más adelante la distribución de las salas y su suntuosa ornamentación.

De momento, sólo decir que la decoración original fue prácticamente destruida durante la invasión napoleónica y que, a principios del siglo XIX, fue renovada por orden del rey Fernando VII. Ésta es la que ha llegado a nuestros días, no sin alguna que otra transformación posterior.

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