lunes, 30 de julio de 2012

Un escudo solariego en Cea Bermúdez

Artículo actualizado el 19 de diciembre de 2014.

Hace unos cuantos meses, el blog Every Museum in Madrid nos informó de la presencia de un curioso escudo de piedra ubicado en el número 4 de la Calle de Cea Bermúdez, cuya existencia desconocíamos por completo. Hasta allí nos dirigimos.



Este conjunto de estilo barroco fue instalado por el arquitecto Secundino Zuazo (1887-1971) como remate al edificio de viviendas que él mismo construyó entre 1949 y 1952, en la Calle de Boix y Morer, una vía perpendicular a Cea Bermúdez.

Situado en un pasaje peatonal, ocupa el extremo de un muro de contención, que Zuazo diseñó en ángulo, para facilitar su encaje, ya que el blasón fue concebido para ser colocado en una esquina.

Aunque no se sabe cuál es su origen, guarda muchas similitudes con los escudos que decoran las casas solariegas de Extremadura, Cantabria o el País Vasco, región, esta última, de donde era procedente Secundino Zuazo. Dada su profusión ornamental, puede datarse en el siglo XVII o en el XVIII, dentro de una fase avanzada del barroco.



A mediados del siglo XX el escudo se encontraba a la venta en una tienda de antigüedades del Pasadizo de Balaguer, en Toledo. Así se desprende de esta fotografía de Francesc Catalá, perteneciente al Arxiu Històric del Col.legi d’Arquitectes de Catalunya, que nos ha remitido un seguidor anónimo (desde aquí, nuestro agradecimiento). Cabe entender que Zuazo lo adquirió allí.

Está integrado por diferentes relieves, entre los que cabe destacar el blasón -esculpido con un águila coronada-, al que rodean, en la parte superior, una cimera emplumada y, en los costados, dos torsos desnudos de tenantes. De éstos brotan adornos vegetales, que se van entrelazando conduciendo sus cabos hasta una máscara que se sitúa en la parte inferior.



A pesar de sus raíces bilbaínas, Secundino Zuazo desarrolló buena parte de su carrera arquitectónica en Madrid, donde proyectó edificios que, como el Palacio de la Música, la Casa de las Flores o los Nuevos Ministerios, resultan indispensables dentro del paisaje urbano de la capital.

lunes, 23 de julio de 2012

La Fuente de San Antón

La reciente rehabilitación de las Escuelas Pías de San Antón, reconvertidas en la nueva y flamante sede del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, ha supuesto la recuperación de una de las pocas fuentes, por no decir la única, que tenemos en chaflán en nuestra ciudad.



Se trata de la Fuente de San Antón, también llamada de los Delfines, por los grupos escultóricos que la adornan, aunque antiguamente era conocida como de los Galápagos, en alusión a las figuras que tuvo en un primer momento.

Fue diseñada en 1770 por Ventura Rodríguez (1717-85), en su calidad de Maestro Mayor de Fuentes de la Villa, y vino a sustituir a la Fuente de las Recogidas, un sencillo pilón situado en medio de la vía pública, entorpeciendo el tránsito, según se aprecia en el célebre plano de Pedro Texeira, de 1656.



De ahí su curioso emplazamiento, justo en el esquinazo del viejo hospital que años más tarde acogería a las Escuelas Pías, en la confluencia de las calles de Hortaleza y Santa Brígida, donde no constituía un impedimento para el tráfico rodado.

Rodríguez proyectó un edículo de sillares almohadillados, levantado en chaflán, a cuyos pies se alzaba la fuente. Un jarrón asentado sobre una base de conchas, custodiada por un galápago a cada lado, servía de ornato a un pedestal con cuatro surtidores que arrojaban agua a un pilón semicircular.


Fotografía de Alfonso Begué (1864).

La fuente se alimentaba del viaje de agua de la Castellana. Fue finalizada en 1772, como así reza en la inscripción grabada, en números romanos, en la parte superior del edículo. Los trabajos de ejecución corrieron a cargo del adornista Miguel Ximénez y los costes se elevaron a 68.740 reales y 10 maravedíes.

A lo largo del siglo XIX hubo varios intentos de trasladarla a otro lugar, porque obstaculizaba el paso, aunque ninguno de ellos pudo llevarse a cabo. Finalmente, en 1900, se optó por reemplazar el pilón por otro más pequeño, con planta de cuarto de circunferencia.


Año 1946.
 
Al mismo tiempo, fue cambiada la urna original por las esculturas que lucen en la actualidad: dos delfines entrecruzados, hechos en piedra blanca de Colmenar, de cuyas bocas brotan dos caños.

Éstos se encuentran a una posición bastante baja, donde no resulta cómoda la recogida de agua, lo que revela que fueron instalados como elementos ornamentales, en un momento en el que ya existía agua corriente, gracias al Canal de Isabel II.



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lunes, 16 de julio de 2012

El río Manzanares, según Francisco de Goya (2)

Continuamos con el reportaje El río Manzanares, según Francisco de Goya, centrándonos en dos de las creaciones más célebres del pintor, La pradera de San Isidro La gallina ciega, y en el lienzo La carta, mucho menos conocido, donde se preconizan algunos rasgos de las pinturas negras.



Siguiendo un orden cronológico, comenzamos con La pradera de San Isidro, que Goya realizó en 1788 como boceto de lo que iba a ser un cartón para un tapiz, destinado al dormitorio de las infantas del Palacio Real de El Pardo.

El cartón, que iba a tener unos siete metros y medio de ancho, no pudo llevarse a cabo debido al fallecimiento de Carlos III y se quedó en este pequeño apunte de menos de un metro de longitud.

Curiosamente la muerte del monarca puso fin al litigio que el pintor mantuvo con los tejedores de la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, quienes habían manifestado su rechazo al proyecto, por las dificultades que entrañaba para su trabajo la existencia de tantos detalles en el cuadro.

A pesar de tratarse tan sólo de un boceto -o precisamente por ello, ya que así Goya pudo manifestarse más libre, con una pincelada suelta, casi impresionista-, estamos ante una de sus grandes obras. Y ante uno de los escasísimos paisajes que hizo en su carrera.

La pradera de San Isidro muestra el ambiente de la romería del 15 de mayo, "el mismo día del Santo, con todo el bullicio que en esta Corte acostumbra haver", en palabras del propio artista.

Sin embargo, la festividad parece ser una excusa para presentarnos una de las más espléndidas vistas que jamás se hayan hecho de Madrid, con su emblemática cornisa, definida por la mole del Palacio Real y la cúpula de San Francisco el Grande.

A sus pies discurre el río Manzanares, que actúa como línea divisoria entre la ciudad y la masa de gente que acude a la romería, con la silueta del Puente de Segovia en la parte izquierda y un puente de barcas en el tramo central de su curso.



Casi habría que hablar de un paisaje sociológico, donde el elemento humano resulta tan importante, o más, que el urbano y topográfico. Desde las figuras que aparecen en primer término, la pintura dispersa los focos de atención en multitud de personas y objetos diminutos, que subrayan la imagen de una ciudad pletórica en su día de fiesta.

Vamos ahora con La gallina ciega, una pintura de 1789, que también fue concebida para adornar las alcobas de las infantas, en el Palacio de El Pardo. Pero, a diferencia de La pradera de San Isidro, no se quedó en un simple boceto, sino que pudo hacerse el cartón correspondiente.

Un curso de agua, muy probablemente el río Manzanares, sirve de telón de fondo para esta escena en la que diez personas se divierten jugando al cucharón, como también era conocido el pasatiempo de la gallina ciega.

Todas ellas están ataviadas como majos y majas, una vestimenta característica de las clases humildes, pero que los nobles utilizaban en fiestas y eventos, buscando una pretendida integración con el pueblo. La presencia de terciopelos y tocados de plumas en algunas figuras, al gusto francés, denota su condición aristocrática.




En el Museo del Prado se conservan tanto el boceto (primera imagen) como el cartón definitivo (segunda imagen). Al compararlos, pueden apreciarse algunas diferencias, como la existencia de un undécimo personaje en el trabajo preparatorio -finalmente eliminado-, cuya cabeza asoma detrás de la dama con plumas, que ocupa la posición central.

Terminamos con La carta o Las jóvenes, que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Lille, en Francia. Su fecha de ejecución no está clara, aunque cabe situarla entre 1812 y 1819, pocos años antes de que el autor comenzara las pinturas negras.

De ahí que en este cuadro se adviertan algunas características de esta serie, especialmente en los trazos y colores de las mujeres que aparecen al fondo, identificadas como lavanderas, en plena faena en uno de los canales del río Manzanares.

Tampoco se conoce cuál es el asunto del cuadro, si bien se ha querido ver en él una velada alusión a la prostitución, por la presencia de lavanderas, un desprestigiado oficio que, en la época, era sinónimo de disposición sexual. Algunos autores entienden que la dama que lee la carta bien podría ser una antigua lavandera, reconvertida en prostituta.



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lunes, 9 de julio de 2012

El río Manzanares, según Francisco de Goya (1)

De todos los artistas que han plasmado al Manzanares, Francisco de Goya es, sin duda alguna, el más célebre. Su obra está plagada de referencias al río, si bien es cierto que nunca como un motivo central, sino como un elemento escenográfico más, a veces bastante secundario.

El Manzanares hace acto de presencia en varios de los cartones que Goya pintó para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, para la que estuvo trabajando desde 1775, cuando se estableció en Madrid, hasta prácticamente 1792. Pero también aparece en lienzos muy posteriores, en los que el autor, liberado de etiquetas y clichés, desarrolló una pintura mucho más personal y creativa.

Comenzamos con la serie de cartones destinada al comedor de los Príncipes de Asturias del Palacio Real de El Pardo (1776-77), la segunda, cronológicamente considerada, que hizo Goya en su carrera. En consonancia con las modas cortesanas de la época, esta colección posee un marcado acento costumbrista, con especial abundancia de temas campestres y festivos.



La Merienda a orillas del Manzanares (1776) refleja una escena de flirteo entre un grupo de majos y una naranjera, un asunto muy del gusto de María Luisa de Parma, por entonces Princesa de Asturias. La acción tiene lugar en las inmediaciones de la Ermita de la Virgen del Puerto, cuya silueta puede adivinarse entre los árboles.

En este creación, Goya aún no se ha despegado completamente de la influencia pictórica de su cuñado Francisco Bayeu, quien le formó como cartonista. Así se observa una especial atención por los detalles (las bandejas, las botellas, los trajes...), aunque también se vislumbran rasgos del Goya más genuino, como el colorido, la fuerza expresiva de los personajes o la audaz composición, a base de planos paralelos que se alejan en la profundidad.



En el célebre Baile a orillas del Manzanares (1776), Goya nos presenta, según sus propias palabras, a "dos majas y dos majos que bailan seguidillas" junto al río, en una zona que diferentes investigadores han identificado como próxima a la Quinta del Sordo, que el pintor compraría años después en las inmediaciones del Puente de Segovia.

Entre las construcciones que se reconocen en la obra, pueden distinguirse la cúpula de San Francisco el Grande y un puente de pontones.

El cartón se hace eco del espíritu integrador que presidía en la época entre los aristócratas, que, al menos en apariencia, propugnaban la mezcla de las distintas clases en los eventos y fiestas populares. Aspecto que se puede comprobar en el atuendo de los personajes: ellos, ataviados como cortesanos, bailan sin reparos con dos mujeres, vestidas de majas.

Saltamos hasta el año 1779 y nos introducimos en la cuarta serie de cartones para tapices firmada por Francisco de Goya. Fue realizada también para el Palacio Real de El Pardo, concretamente para el dormitorio de los Príncipes de Asturias, y como la anterior, gira sobre temas campestres, combinando ambientes festivos con oficios que se desarrollan al aire libre.



Es el caso de Las lavanderas (1779-80), donde el artista se apoya en uno de los gremios socialmente más desprestigiados y marginados de la época (recordemos que tenían prohibido el contacto con los transeúntes) para crear una escena sensual y tierna, en una especie de acto de desagravio.

El cuadro recoge el momento de descanso de varias lavanderas, en las orillas del río. Dos de ellas gastan una broma a una compañera que se ha dormido, situando el hocico de un cordero junto a su cuello, con la intención de despertarla. El influjo de Velázquez puede comprobarse en las tonalidades y colorido de los paisajes que envuelven la escena, con la sierra madrileña como telón de fondo.



Otro de los tapices que iban a decorar el dormitorio de los Príncipes Carlos y María Luisa es El resguardo de tabacos (1779-80), en el que nuevamente se aprecia la influencia velazqueña en la resolución de los paisajes, identificados con las montañas del Guadarrama y, probablemente, el río Manzanares.

El tema al que alude la composición, el contrabando de tabacos, era bastante conocido a finales del siglo XVIII. Generalmente era abordado mediante escenas pintorescas de rufianes y delincuentes, pero Goya opta por representar el brazo de la ley, con un grupo de guardias parados en el monte, uno de ellos en actitud firme e impasible, tal vez como un símbolo de la virilidad.

Sin embargo, diferentes autores cuestionan que realmente se trate de vigilantes, dada su semblanza. Es muy probable que Goya no renunciase a plasmar los rasgos típicos que se suponen a los forajidos -que, para un artista, ofrecen multitud de matices-, aunque ataviados de guardianes, para no incomodar a la Corona, su cliente final.

Próxima entrega

En la siguiente entrega, profundizaremos en otros dos cartones de Goya (La pradera de San Isidro y La gallina ciega) y en el lienzo titulado La carta, todos ellos con algún tipo de referencia al río Manzanares.

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lunes, 2 de julio de 2012

Los tres puentes de la Princesa de Asturias



El Puente de la Princesa de Asturias es una moderna plataforma que salva el río Manzanares, uniendo la Plaza de Legazgpi con la Glorieta de Cádiz y la Carretera de Andalucía. De ahí que también sea conocido con el nombre de esta comunidad autónoma, aunque su nombre más popular es el de Puente de Legazpi.

Se trata de una construcción bastante simple y de aspecto pesado, surgida dentro del proyecto Madrid Río, a la que no prestaríamos ninguna atención de no ser porque, antes de ella, hubo un primitivo puente de hierrro, de principios del siglo XX, sustituido posteriormente por una estructura de hormigón, que también ha desaparecido.


Fotografía del año 1909.

Comenzamos con el puente de hierro, sin duda alguna el más valioso de todos los que se han edificado en la zona. Fue diseñado por el ingeniero Vicente Machimbarrena, quien contó con la colaboración, en los trabajos de decoración, de Antonio Palacios, uno de los más importantes arquitectos de la historia de Madrid.

Poseía un único y grandioso arco rebajado, con una luz de nada menos que 50 metros. Para hacernos una idea, basta decir que las tres bóvedas del viaducto de la Calle de Bailén tienen una anchura de 35 metros, cada una.



Su estructura de cerchas metálicas permitía soportar un tablero de ocho metros de ancho, de los cuales casi seis estaban reservados al tráfico rodado, de tal modo que podían cruzarse cómodamente dos vehículos -e incluso tres-, muy por encima de las necesidades de la época.

Los estribos eran de fábrica de ladrillo, con algunas partes en sillería de granito. Uno de ellos albergaba un arco de medio punto, que servía de aliviadero, ante posibles crecidas del Manzanares.


Puesta de la primera piedra ('La Ilustación española y americana').

La primera piedra se puso el día 7 de mayo de 1901, en un acto que contó con la asistencia de la Familia Real y de diferentes autoridades políticas y religiosas, además de varios aristócratas.

El rey Alfonso XIII, que por entonces sólo tenía quince años, dio la paletada de honor, con la que quedó sepultada una cápsula del tiempo, que contenía el acta de la inauguración, distintos ejemplares de periódicos y algunas monedas de plata.

El presupuesto total ascendió a 274.777 pesetas, de las cuales 223.350 se destinaron al puente propiamente dicho y las 51.427 restantes a dos nuevos ramales de carretera, que enlazaban con el Paseo de las Delicias y con la Carretera de Madrid a Cádiz.


Postal del año 1912.

Después de ocho años de obras, el puente se abrió al público en 1909. Su vida fue muy corta, apenas un par de decenios, ya que muy pronto se evidenció su incapacidad para absorber el tráfico de una ciudad en plena expansión demográfica.

En 1929 se proyectó uno nuevo, mucho más amplio, a partir de una idea del ingeniero Alberto Laffón y Soto. Tenía una calzada de 15 metros de ancho y se soportaba sobre tres bóvedas parabólicas, con luces de 15 metros para las laterales y 20 para la central. Estaba hecho enteramente en hormigón.


Fuente: Grapel.

En el año 2006 este segundo puente fue destruido en el contexto del proyecto Madrid Río y reemplazado por la anodina plataforma actual, en la línea de los viaductos que se realizan en las autopistas.

El objetivo perseguido con esta demolición fue ampliar el espacio peatonal y ciclista, tanto en el tablero como en la parte inferior, la que entra en contacto con los paseos y parques construidos tras el soterramiento de la M-30.


Fuente: Foro Espinillo.