lunes, 26 de noviembre de 2012

La Iglesia de San Juan Bautista, en Talamanca

Si Talamanca de Jarama puede ser considerada como la capital románica de la Comunidad de Madrid, es gracias, sobre todo, a la Parroquia de San Juan Bautista, una de las cinco iglesias que llegó a tener la localidad durante la Edad Media y de las cuales sólo han sobrevivido dos.



No se sabe exactamente en qué momento se construyó, aunque cabe entender que fue a finales del siglo XII o a principios del XIII. En todo caso, es anterior al Ábside de los Milagros, el otro templo medieval que se mantiene en pie, que puede datarse a mediados del siglo XIII.

Talamanca no sólo es la única población madrileña que posee dos edificios románicos, sino que, además, puede presumir de tener representadas, en pocos metros, las dos corrientes principales que, de este estilo, penetraron en la región.

El románico puro, en su versión segoviana, está presente en San Juan Bautista, mientras que el Ábside de los Milagros se hizo en románico-mudéjar, también conocido como románico de ladrillo. 



Lamentablemente, la Iglesia de San Juan Bautista sólo conserva algunas partes de su trazado primitivo. En el siglo XVI fue objeto de una sustancial reforma, que significó el derribo de toda la nave original y la construcción de otra nueva, de factura renacentista. 

Por suerte, el ábside consiguió salvarse y hoy luce esplendoroso con su perfecta fábrica de sillería de caliza y sus soberbios, aunque muy erosionados, grupos escultóricos en capiteles, canecillos y metopas.


Estamos ante un semitambor de cinco paños verticales, separados al exterior por medio de columnas, que, arrancando desde un plinto rectangular, recorren longitudinalmente los muros hasta tocar la cubierta. En la parte inferior, una línea de imposta sirve de base al conjunto.

En los dos paños laterales y en el central se abren vanos de medio punto, rodeados de arquivolta plana, que se apoyan en columnillas con capiteles vegetales.


Son modelos típicamente segovianos, que también se aprecian en la rica ornamentación de la cornisa. Una galería de canecillos esculpidos con bestias mitológicas se desliza por debajo del alero, intercalándose con metopas decoradas con motivos geométricos y vegetales.


El interior de la cabecera se cubre con una bóveda de horno, con seis nervios triples, soportados por columnas adosadas a los muros. Se trata de una solución típica del románico tardío, con incorporaciones de ciertos avances de la arquitectura cisterciense.

Otros elementos medievales del interior de la iglesia son una pila bautismal de gajos y friso de entrelazos, varios arcos ciegos de medio punto, restos de yeserías mudéjares y una talla de la Virgen de Fuensanta, réplica de la escultura original románica desaparecida durante la Guerra Civil.


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La Iglesia de San Juan Bautista en 1920.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El Palacio de Santa Cruz (2): descripción

El Palacio de  Santa Cruz siempre ha sido objeto de admiración por parte de los viajeros extranjeros que llegaban a Madrid. En 1665, el francés Antonio de Brunel dijo que "no hay edificio en esta ciudad que parezca más hermoso que la Cárcel", opinión que, años después, en 1691, ratificaría su compatriota Marie Catherine d'Aulnoy.



Durante los siglos XVIII y XIX, el Palacio de Santa Cruz estuvo atribuido a Juan Bautista Crescenzi (1577-1635), un arquitecto romano que llegó a España en 1617, con excelentes recomendaciones por parte de la curia vaticana, para trabajar en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial y en el Buen Retiro.

Este error tal vez estuviese motivado por la presencia de rasgos renacentistas italianos en la construcción, aunque cayó por su propio peso ante la evidencia de una obra marcadamente castiza, donde se utilizan modelos típicos del llamado Palacio de los Austrias.

Es más. Podría decirse que estamos ante el ejemplo más representativo de este arquetipo arquitectónico, que queda definido por un trazado de planta rectangular, dos o más alturas de órdenes, portadas manieristas, cubiertas abuhardilladas de pizarra y torres cuadrangulares con chapiteles, en la línea escurialense.


Patio oriental. Fuente: Ayuntamiento de Madrid.

Patios interiores

El edificio se articula a partir de dos patios interiores. Esta duplicidad no fue un invento de Gómez de Mora, sino que contaba con varios precedentes, como el Palacio de los Consejos (en el que él mismo trabajó, bajo las órdenes de su tío, Francisco de Mora) y, fundamentalmente, el Real Alcázar, tras la reforma realizada por Juan Bautista de Toledo.

Dibujo anónimo. Hacia 1830.

La gran novedad que introdujo Gómez de Mora fue la simetría de los dos claustros. Se trata de dos espacios cuadrados, de cuatro por cuatro intercolumnios, con dos alturas de arcos de medio punto y con remates de mascarones en el ático.

Las dos plantas quedan separadas por una sencilla línea de imposta, mientras que, en la parte superior, un friso dórico recorre todo el entablamento. Las columnas son de orden toscano, con fuste liso, de clara influencia herreriana.

La linealidad de esta composición queda rota por la escalera, que se encaja dentro del eje que sirve de unión a los dos patios. Se incorpora así un elemento de dinamismo y ligereza, que denota el nuevo lenguaje barroco de la época.


Fuente: Archivo Moreno, Ministerio de Cultura. Segundo tercio del siglo XX. 

Tal vez el gran fallo del edificio sea la existencia de numerosos espacios perdidos, sin duda, un fuerte condicionante para la función administrativa para la que fue diseñado. Debe tenerse en cuenta que los dos claustros y las galerías de circulación ocupan la mayor parte de la superficie. 

Gómez de Mora lo concibió de esta manera porque, en aquellos momentos, los espacios perdidos eran una señal inequívoca de poder y riqueza. Este planteamiento ha motivado continuas intervenciones en el tiempo, incluso poco después de darse por acabado el edificio.


Fuente: 'La Ilustración española y americana'. Año 1881.

Una de las más recientes fue la llevada a cabo en 1932, cuando se cubrieron los dos patios interiores mediante una estructura metálica acristalada, a propuesta de Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba y ministro de Estado.

Aunque también ha habido iniciativas que han buscado el mero embellecimiento. En los años 1878 y 1879, al poco tiempo de establecerse el Ministerio de Ultramar en las dependencias del palacio, fueron colocadas sendas esculturas en los patios.

Una representaba a Cristóbal Colón (abajo a la derecha) y fue hecha por el escultor gallego Juan Sanmartín. La otra, que rendía homenaje a Juan Sebastián Elcano (a la izquierda), fue labrada por el artista madrileño Ricardo Bellver, el célebre autor de El ángel caído.


Ninguna de estas estatuas se encuentra ahora en el Palacio de Santa Cruz (la de Elcano fue trasladada a la localidad guipuzcoana de Guetaria y la de Colón ha desaparecido). Pese a ello, los patios son conocidos actualmente con los nombres de ambas personalidades.

Fachada principal

La fachada no sólo sintetiza la tipología imperante en la arquitectura palaciega del Madrid de los Austrias, sino que da un paso más allá por su belleza cromática. El rojo intenso del ladrillo de los muros se combina acertadamente con el gris del granito, presente en la portada, en los esquinales y alrededor de los vanos. 

A estos tonos se añaden el negro de la pizarra, material con el que se cubren los tejados, y en sus orígenes, el dorado de las rejerías, según escribió el ya citado Antonio de Brunel, sorprendido de que barrotes fueran de este color y estuviesen "bellamente modelados".



La horizontalidad del conjunto se quiebra en los extremos, con las torres con chapiteles en punta, y en el punto central, con la magnífica portada. Ésta repite el orden toscano de los patios interiores y el friso con triglifos que vimos en el entablamento del claustro superior.

La entrada comunica directamente con el eje que une los dos patios. Consta de tres puertas, con sus correspondientes balcones en el piso alto, cuyas molduras fueron elogiadas por Juan de Villanueva en el siglo XVIII.

El hueco central de la portada ocupa una posición preeminente, al enmarcarse con columnas avanzadas. El balcón de esta parte carece del entablamento que sí tienen los dos laterales, para poder alojar un enorme escudo imperial, esculpido por Antonio Herrera Barnuevo, padre del arquitecto y pintor Sebastián Herrera.



El citado artista hizo también la escultura del ángel que preside el frontón, así como las desaparecidas figuras de las cuatro virtudes que le acompañaban.

Para Ramón Guerra de la Vega (1984), "la enorme plasticidad de la fachada se debe sin duda al estar esculpida con la dedicación y detalle que aquellos años se reservaban para tallar los retablos dorados de sus iglesias" y que constituye "un reflejo de la enorme capacidad artística de nuestros arquitectos y escultores cuando tenían el respaldo adecuado de las arcas del Estado".

La ampliación

A mediados del siglo XX, el arquitecto Pedro Muguruza, en colaboración con su hermano José María, construyó un nuevo edificio en el solar del Salvador del Mundo, siguiendo el mismo estilo y fábrica del palacio primitivo, en una clara adhesión al ideal imperial de la arquitectura franquista.

La ampliación replica simétricamente la estructura del original, aunque con algunas diferencias, como su disposición en cuatro alturas, su planta en forma de paralelogramo y la existencia de un único patio interior, en lugar de dos.


Fuente: Archivo Pando, Ministerio de Cultura. Año 1950.

La parte posterior, que da a la Calle de Concepción Jerónima, presenta dos torres angulares con chapiteles, que ponen el contrapunto a la fachada del Palacio de Santa Cruz. De tal modo que la sensación que se transmite es que éste se prolonga por su trasera, emulando el trazado del Monasterio de El Escorial.

A pesar de esta percepción de unidad, estamos ante dos construcciones exentas, separadas por una pequeña calle, que en su momento fue conocida como Callejón de la Audiencia o del Verdugo, cuyo único elemento de unión es un curioso pasadizo volado.


Fuente: Archivo Pando, Ministerio de Cultura. Año 1950.

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jueves, 15 de noviembre de 2012

La salamanquesa del Barrio de las Letras

El Barrio de las Letras tiene un nuevo inquilino. Se trata de una salamanquesa gigante, confeccionada a base de CD's, que cubre la fachada del Hotel Vincci Soho, en la intersección de las calles del Prado y del León.

Fue instalada a finales del pasado mes de septiembre, con motivo de la tercera edición de DecorAcción, un singular mercadillo de antigüedades e interiorismo al aire libre, que contó con montajes especiales en edificios y establecimientos comerciales del barrio.



Uno de ellos fue esta espectacular salamanquesa, surgida a partir de una iniciativa de la Institución Artística de Enseñanza (IADE), un centro de formación especializado en el diseño de interiores y de moda. La idea partió de Mercedes Pérez de Castro y Juan Pablo de la Madrid, profesionales del citado instituto.

La figura está integrada por 4.200 CD's, que quedan unidos por un sistema de arandelas y bridas, todo ello soportado sobre una malla metálica de 34 metros cuadrados. Mide más de 19 metros de cabeza a cola y su peso alcanza los 125 kilos.

Tal fue su nivel de aceptación que, una vez finalizada la feria, los vecinos y comerciantes del barrio, así como la dirección de hotel donde se encuentra, solicitaron al IADE que no desmantelara la estructura. Y ahí permanece, convertida en un nuevo símbolo de esta zona de Madrid.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El Palacio de Santa Cruz (1): historia

El Palacio de Santa Cruz es tal vez el edificio más importante del reinado de Felipe IV (r. 1621-1665). Fue concebido como Cárcel de Corte y como Sala de Alcaldes de Casa y Corte o, dicho en términos más actuales, fue el Palacio de Justicia y el lugar desde el que se garantizaba la seguridad, el orden y el abastecimiento de la ciudad.



En plena consonancia con esta elevada función, se construyó por todo lo alto, sin escatimar recursos, y  prueba de ello son las numerosas columnas de piedra que enmarcan sus dos patios interiores y su portada principal, un elemento que, dadas las limitaciones presupuestarias, apenas tenía cabida en las obras públicas de la época.

Un edificio de esta envergadura sólo podía ser encargado a Juan Gómez de Mora (1586-1648), que no sólo era uno de los más reputados arquitectos del momento, sino que, en su calidad de Maestro Mayor de la Villa y Arquitecto Mayor de las Obras Reales, poseía una notable influencia social y política.

Redactó un proyecto audaz. Inspirándose en la arquitectura renacentista italiana y recogiendo postulados herrerianos, como el severo orden toscano o las torres angulares con chapiteles, dio un paso más allá, introduciendo un lenguaje plenamente barroco.

Sin embargo, no pudo dirigir los trabajos de construcción. Debido a su carácter soberbio e implacable, se ganó la  enemistad de los comisarios de la obra (a saber, Francisco Tejada, Antonio Chumacero de Sotomayor y Agustín Xilomón de la Mota), quienes delegaron en Cristóbal de Aguilera, un maestro alarife del que Gómez de Mora decía que era "un buen hombre", pero no un "trazador".

El 14 de septiembre de 1629 se puso la primera piedra, después de derribarse los viejos caserones que, desde 1543, hacían las veces de cárcel. En 1636 el edificio quedó terminado, aunque hubo intervenciones posteriores, como las desarrolladas por José de Villarreal entre 1648 y 1662.


Louis Meunier (1665-68). Museo de Historia.

A finales del siglo XVIII, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte se hizo con el usufructo del Oratorio y Convento de la Congregación de Sacerdotes Misioneros del Salvador del Mundo, que estaba situado justo a espaldas del palacio y que había quedado desalojado tras la expulsión de los jesuitas por parte de Carlos III.

En 1791, mientras el citado convento era acondicionado para servir de ampliación, se produjo un incendio en el palacio que destruyó la práctica totalidad de la planta superior, incluidas las cubiertas, aunque la fachada no sufrió grandes desperfectos.

Juan de Villanueva procedió a su restauración, a partir de un proyecto muy respetuoso con el estilo original, que pudo ultimarse en 1793, a falta del chapitel de una de las torres, que no se colocaría hasta pasado un largo tiempo.

Nuestro buen amigo Romo localizó un curioso grabado del palacio sin el chapitel, que podemos ver en este espléndido reportaje del blog M@driz hacia arriba.

Ese mismo año la Cárcel de Corte fue trasladada al Salvador del Mundo, mientras que las restantes instituciones permanecieron en la sede primitiva, que, desde entonces y para evitar confusiones, empezó a ser conocida como Palacio de la Audiencia y también como Palacio de Justicia.


Hermenegildo Víctor Ugarte y Gascón (1756). Museo de Historia.

La Cárcel de Corte fue clausurada en 1846, al ser declarado en ruina el caserón del Salvador, lo que obligó a trasladar a los presos a otras dependencias penitenciarias.

El edificio principal dejó de funcionar como Palacio de Justicia en 1875. En esta fecha se convirtió en el Ministerio de Ultramar, para posteriormente, en 1901, acoger al Ministerio de Estado, actualmente denominado Ministerio de Asuntos Exteriores.

Entre 1943 y 1950 se procedió a su ampliación, con la construcción de un nuevo edificio en el solar del Salvador, que sigue las líneas del original.



Toponimia

El edificio que nos ocupa ha pasado por multitud de denominaciones, en función de sus diferentes usos históricos: Cárcel de Corte, Sala de Alcaldes de Casa y Corte, Palacio de la Audiencia, Palacio de Justicia, Ministerio de Ultramar, Ministerio de Estado y Ministerio de Asuntos Exteriores.

Finalmente, el topónimo que se ha impuesto es el de Palacio de Santa Cruz, curiosamente el único que no está relacionado con su funcionalidad. El origen de este nombre hay que buscarlo en el año 1939, cuando el director del desaparecido diario Informaciones, Víctor de la Serna (1896-1958), lo sugirió para un titular.

El periodista fundamentó su propuesta en la ubicación del edificio en la Plaza de Santa Cruz, cosa  que, siendo puristas, no es del todo cierta, ya que donde realmente se encuentra es en la Plaza de la Provincia.



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lunes, 5 de noviembre de 2012

Cuatro paisajes madrileños de Martín Rico

Hace pocos días el Museo del Prado inauguró una exposición sobre el pintor madrileño Martín Rico y Ortega (1833-1908), un artista de dimensión universal, considerado como el pionero del paisaje realista en nuestro país.

Aunque es conocido fundamentalmente por sus panorámicas de Venecia, la muestra nos revela su personalidad profundamente cosmopolita, con más de cuarenta paisajes de España, Suiza, Francia e Italia.

Incluso encontramos algunas vistas madrileñas, tanto de la capital como de la provincia, en las que, con permiso de otros lugares, nos detenemos en el presente artículo.

Contrariamente a lo que figura en numerosas fuentes, su ciudad de nacimiento no fue El Escorial, sino el propio Madrid. Vino al mundo hace ahora 179 años, un 12 noviembre de 1833, en la Calle de Concepción Jerónima, en pleno Barrio de La Latina.

Hijo de un sangrador, barbero y cirujano del rey Carlos IV, recibió sus primeras enseñanzas pictóricas en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. Su profesor, Vicente Camarón, se percató de su enorme talento y presionó a su padre para que le ingresara en la Real Academia de San Fernando.

En esta institución tuvo como maestros a Genaro Pérez Villaamil (1807-1854), tal vez el máximo exponente del paisaje romántico español, y a Federico de Madrazo (1815-1894), quien le instruyó en el manejo del color.

En un primer momento, el pintor se vio arrastrado por el romanticismo de sus maestros, pero con incursiones realistas más que evidentes. La Alcarria, Ávila, Segovia o Madrid fueron los temas principales de sus inicios pictóricos.

A esta época corresponde la obra Sierra de Guadarrama, en la que el artista, movido por su interés por el realismo, prestó una especial atención a las calidades de las rocas, de las hierbas y de los árboles representados, sin olvidar la luz, en este caso, de un atardecer.



El cuadro fue pintado directamente del natural, como a Martín Rico le gustaba hacer, todo un mérito teniendo en cuenta las limitaciones de transporte de entonces. Además, esta forma de trabajar era algo inusual entre los paisajistas contemporáneos.

Esto le permitió captar todos los matices lumínicos del ocaso, como resulta visible en las ramas superiores de los árboles. El retorcimiento del ramaje y el deambular de las nubes crean un movimiento dinámico que rompe la quietud de las piedras y de las montañas de la Cuerda Larga, que sirven de telón de fondo.

El lienzo titulado Vista de la Casa de Campo (1861) significó el cierre de su primera etapa. No tanto por lo que supuso de renovación, sino porque fue el cuadro que despertó su espíritu viajero, ya que le permitió ganar una pensión becada en el extranjero.



Su preocupación por el realismo se comprueba en el tratamiento específico de cada árbol, con una esmerada técnica que permite apreciar el movimiento y color de las hojas. Más aún, cada elemento es objeto de una pincelada diferente: mientras que en los árboles ésta se distribuye diagonalmente, en las tierras y en las riberas es horizontal y en el agua de la laguna, vertical.

En 1861 Martín Rico se estableció en Francia. Aquí hizo suyos los postulados de la Escuela de Barbizon, que tenía en el realismo su bandera, izada en clara reacción al romanticismo. Será el comienzo de su gran éxito de ventas y de su reconocimiento internacional.

En 1870 regresó a España. Su amistad con Mariano Fortuny (1838-1874) revolucionará su lenguaje pictórico. El realismo en el que había encontrado cobijo dejará paso a un periodo de luminosidad y frescura, cercano al impresionismo.

Este extremo se refleja en esta vista de la La Sierra de Guadarrama desde las cercanías de El Escorial, donde el artista se reencontró con uno de sus temas preferidos. Como hiciera durante su juventud, Martín Rico volvió a subir a las montañas madrileñas, pero ahora desde una óptica completamente diferente.



El gusto por las calidades y el detalle de sus primeros años dejan su lugar a un sutil mundo de matices cromáticos, donde los diferentes elementos se imbrican, sin las rigideces de antes, como si quisieran formar parte del mismo todo.

Tras varios años recorriendo la geografía europea para plasmarla en sus lienzos, el artista abrió un hueco para su Madrid natal durante una breve estancia en junio de 1882. Fue suficiente para pintar este magnífico Puente de Toledo, de rasgos impresionistas, cedido por el Museo de Historia para la exposición de El Prado.



El templete de Santa María de la Cabeza se destaca en una composición de fuerte plasticidad, dominada por los juegos de luces y sombras. Entre los edificios representados, podemos reconocer la Iglesia de San Cayetano. En un plano intermedio, se elevan las estatuas de los reyes hispanos, concebidas para el Palacio Real, que estuvieron durante un tiempo en las proximidades del puente.

Las cuatro pinturas que han ocupado nuestra atención son tan sólo una pequeñísima parte de una muestra donde el protagonismo indiscutible lo alcanza Venecia, la ciudad donde el artista vivió su época de madurez y de la que se exhiben once espléndidos óleos, procedentes de los museos de todo el mundo.