lunes, 27 de octubre de 2014

El ángel de Monteverde y otros ángeles madrileños

A las puertas de las celebraciones de Todos los Santos y Todos los Difuntos, regresamos al Cementerio de San Isidro, donde ya hemos tenido ocasión de admirar el Panteón Guirao y el Monumento funerario a Goya, Donoso Cortés, Meléndez Valdés y Moratín.

En esta ocasión dirigimos nuestra mirada al Panteón de la Familia de la Gándara, un templete de planta octogonal, construido en el año 1881 por el arquitecto Alejandro de Herrero y Herreros. En su interior se encuentra el llamado ángel de Monteverde, uno de los grupos escultóricos más exquisitos y elegantes de la capital.



Este conjunto fue labrado en 1883 por el escultor Giulio Monteverde (1837-1917), un excepcional artista de origen italiano, que fue injustamente despreciado durante buena parte del siglo XX, debido a su apego por las formas clásicas, en un momento en el que se imponían las vanguardias.

Realizada en Roma en mármol de Carrara, la escultura nos muestra a un ángel de formas andróginas (acaso plenamente femeninas), ataviado con un vestido largo, en el que son visibles varias estrellas de cinco puntas, que quizá se corresponden con símbolos masónicos.

Se encuentra sentado sobre un sarcófago, que aparece cubierto por un enorme manto de múltiples pliegues. Su mirada entornada y su actitud observadora, entre expectante y custodia, parecen transmitir la necesidad de la aceptación de la muerte, desde la seguridad de quien conoce la irreversibilidad del proceso.

El ángel de Monteverde, o ángela como defienden algunos, nos ha evocado otras estatuas madrileñas que también representan a estos seres sobrenaturales. El más antiguo de todos los que se conservan es el que corona el frontón del Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, una obra esculpida por Antonio Herrera Barnuevo en la primera mitad del siglo XVII.



Aunque si hablamos de antigüedad, tal vez haya que referirse al Santo Ángel de la Guarda que estuvo en la desaparecida ermita del mismo nombre. Fue rescatado de la Puerta de Guadalaxara, uno de los accesos de la muralla medieval, tras incendiarse en 1582. De esta imagen no queda nada, más allá del topónimo Puerta del Ángel, que se aplica a una estación de metro y a una zona urbana.

Otro ángel perdido es el que decoraba el Monumento a las víctimas del atentado contra Alfonso XIII, levantado en 1908 en la embocadura de la Calle Mayor con Sacramento. El proyecto se debió al arquitecto Enrique Repullés y Vargas, si bien los trabajos escultóricos recayeron sobre Aniceto Marinas.



El monumento al que nos acabamos de referir fue desmantelado durante la Segunda República (1931-39). En 1963 fue erigido un nuevo hito conmemorativo, mucho más modesto, que también incorpora un ángel. Su autor fue Federico Coullaut-Valera.



Pero, sin duda alguna, el ángel más famoso que tenemos en Madrid es el Ángel Caído, una celebrada creación de Ricardo Bellver, que, desde 1885, preside la glorieta homónima, en el Parque del Buen Retiro.



Lamentablemente no podemos admirar el ángel de bronce que Bellver hizo precisamente para el Panteón de la Familia de la Gándara, en concreto para su parte superior, ya que fue retirado y reemplazado por una sencilla cruz de piedra.

En el número 3 de la Calle de los Milaneses, muy cerca de la Calle Mayor, existe otro ángel, encaramado a lo alto de un edificio, con la cabeza hacia abajo, incrustada dentro de un muro. Lleva por título Accidente aéreo y fue terminado en 2005 por el escultor Miguel Ángel Ruiz.



Y finalizamos con la figura que remata la cúpula del Edificio Metrópolis, en la Calle de Alcalá. Aunque no se trata de un ángel, sino de una Victoria alada, la incluimos aquí por su alto valor icónico. Fue fundida en bronce por el ya citado Federico Coullaut-Valera e instalada en 1972, en sustitución del ave fénix que había antes, símbolo de La Unión y el Fénix, primera propietaria del inmueble.

lunes, 20 de octubre de 2014

La Fuentecilla

Nos dirigimos a la Calle de Toledo, a la angosta plazoleta donde confluyen las Calles de la Arganzuela y Mira el Río. Aquí se sitúa el Monumento a Fernando VII, más conocido como la Fuentecilla, no solo porque este hito es también una fuente pública, sino porque, si hacemos caso a Jerónimo Quintana (1576-1644), éste era el topónimo con el que se identificaba antiguamente el lugar, por la existencia de un pilón.



Estamos ante una de las edificaciones más denostadas por los intelectuales del siglo XIX, especialmente el implacable Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), quien, en El Manual de Madrid, dijo de ella que era un monumento "fúnebre al buen gusto", además de una "desdichada fuente".

Sin embargo, su construcción sí que suscitó una fuerte expectación, como toda la que rodeó a la restitución de Fernando VII, una vez pasada la Guerra de la Independencia. No olvidemos que la Fuentecilla fue concebida para conmemorar el regreso del monarca a España, al igual que la vecina Puerta de Toledo, según un proyecto global del arquitecto mayor Antonio López Aguado (1764-1831).

López hizo un primer diseño en 1813, que después sería completado por el escultor Francisco Meana. A principios de 1814 fue aprobada la partida presupuestaria para las obras, que no pudieron concluirse para el momento en el que Fernando VII hizo su entrada triunfal en Madrid, acaecida en mayo del citado año.

Sí que dio tiempo a terminar la parte inferior y los trabajos de fontanería, de tal forma que, para la llegada del rey, pudieron ser activados los tres caños de la fuente, al tiempo que fue colocada una inscripción con esta leyenda: "El Ayuntamiento de Madrid para beneficio de su pueblo y por justa y digna memoria de la feliz entrada en él de su amado soberano, recuperado del cautiverio en Francia al séptimo año, el día 13 de mayo de 1814".

En 1815 acabaron por fin los trabajos, bajo la dirección del arquitecto Alfonso Rodríguez. Mucho más tiempo tuvo que esperar la Puerta de Toledo, que no pudo inaugurarse hasta 1827, diez años después de ser colocada la primera piedra.


Fotografía de Santos Yubero (1966).

La Fuentecilla es un auténtico monumento al reciclaje. Fue levantada con materiales procedentes de la desaparecida Fuente de la Abundancia (1617), ideada por Juan Gómez de Mora (1586-1648) para la Plaza de la Cebada, dentro de un ambicioso plan que pretendía embellecer las calles madrileñas.

Dentro de su estructura perviven intactos algunos de los elementos que dieron forma a aquella fuente barroca, caso del cuerpo principal, con sus costados con frontones triangulares, así como diferentes blasones.


Comparativa de la Fuente de la Abundancia y la Fuentecilla.

Del mismo modo, la escultura del león que preside el monumento fue realizada a partir de un grupo existente en el Convento de los Premostratenses, destruido durante la invasión napoleónica. Se trataba de una imagen de San Norberto, fundador de la orden, a quien se había representado acompañado de un león, que fue la pieza posteriormente reutilizada.

La Fuentecilla consta de dos cuerpos diferenciados. El primero, dispuesto paralelamente a la Calle de Toledo, presenta una disposición horizontal y sirve de parapeto al pilón, que se extiende por la parte trasera. Sobre él descansan un dragón y un oso, toscamente esculpidos, en alusión al viejo y nuevo escudo de la villa.


Año 1925.

El segundo cuerpo es un gran prisma granítico, que pone el contrapunto vertical y define todo el conjunto. Tal vez sea la parte más interesante, al reunir los únicos restos que se conservan de la Fuente de la Abundancia, al margen de la estatua que servía de remate, que se encuentra en el Museo de Historia.

Sus flancos laterales están adornados con sendos escudos de Madrid, mientras que el frontal tiene instalada una inscripción, que no es la que hemos señalado más arriba, ya que ésta desapareció poco después de ser grabada, sino una que fue aprobada en abril de 1815: "A Fernando VII el Deseado, el Ayuntamiento del heroico pueblo de Madrid. Corregidor, el Conde de Moctezuma".

Como se ha apuntado antes, la parte superior está coronada con un león erguido, sosteniendo con sus patas delanteras los hemisferios del mundo, obra de Manuel Álvarez. Esta escultura se apoya sobre una base cuadrangular, cuyos lados están recorridos por las siete estrellas de la antigua Comunidad de Villa y Tierra de Madrid, que hoy día son el símbolo más reconocible de la bandera autonómica.


Hacia 1900.

lunes, 13 de octubre de 2014

La presa romana del Paredón

La Presa del Paredón está enclavada dentro del término de Villar del Olmo, un municipio situado en la parte suroriental de la región, en la fértil comarca de Las Vegas. Fue levantada sobre el cauce del Arroyo de la Vega, a unos trescientos metros de su desembocadura en el Arroyo del Val, tributario del Río Tajuña.
















Se trata de una de las construcciones más antiguas que tenemos en la Comunidad de Madrid. Su fundación romana parece fuera de toda duda, a pesar de las atribuciones islámicas de los vecinos de la zona o de las vinculaciones que hacen algunos autores con el cercano Nuevo Baztán, un complejo agrícola-industrial de principios del siglo XVIII.

El origen de esta pequeña presa hay que buscarlo en las villae rusticae que proliferaron en el área de influencia de Complutum, la antigua Alcalá de Henares, principalmente a partir del siglo III. Eran explotaciones agrícolas que, al mismo tiempo, cumplían una función de recreo y esparcimiento para sus propietarios.

















Fue edificada para proveer de agua a los cultivos, aunque también es posible que haya tenido otros usos a lo largo de la historia. En las Relaciones topográficas de Felipe II, del año 1580, se habla de la existencia “en este arroyo de un molino harinero de cubo”, que muy bien pudiera haber estado ubicado en la infraestructura hidráulica que ahora nos ocupa.



La Presa del Paredón se halla dentro de una hondonada, donde, además de las aguas del Arroyo de la Vega, recoge las del Barranco de Valdezarza. Debió tener unos sesenta metros de largo, de los cuales se mantienen en pie aproximadamente cincuenta, con una importante rotura en el tramo atravesado por el cauce actual (es probable que éste se haya desplazado). En su punto central mide 3,20 metros de alto.


Dibujo de Luis Antonio Alejo Moratilla.

Su fábrica es de mampostería, con paramento seco de sillería, y consta de tres contrafuertes, los dos laterales con una anchura de unos tres metros y el del medio más o menos el doble. En este último se abre un canal de desagüe, que seguramente alimentaba una acequia.

A pesar de su enorme valor, su estado de conservación es muy delicado. No solo hay partes derruidas, sino que la estructura se encuentra aterrada, invadida por la maleza en todos sus lados.

lunes, 6 de octubre de 2014

Los soportales de la Calle Mayor

La Calle Mayor de Madrid se forjó en la Edad Media, como el eje que enlazaba la Puerta de la Vega, situada en la cuesta homónima, con la de Guadalajara, en las inmediaciones de la Plaza de San Miguel. Discurría sobre lo alto de una loma, entre dos vaguadas, que hoy día dan forma a las calles de Segovia y del Arenal.

Constaba de varias partes, con nombres diferentes para cada una de ellas. Entre la Cuesta de la Vega y la Plaza de la Villa era conocida como Calle de la Almudena, en alusión a la desaparecida iglesia, y desde este último recinto hasta la Puerta de Guadalajara como Platería, por los plateros que allí se establecieron, sobre todo a partir de la capitalidad.

El tercer y último tramo surgió extramuros, en dirección a la Puerta del Sol. Debido a su considerable anchura, muy superior a la de la Almudena y Platería, fue bautizado como Mayor, topónimo que, con el paso del tiempo y después de diferentes reformas urbanísticas, terminaría aplicándose al conjunto de la vía.

Calle Mayor (1872). Colección Salvador Alcázar-Nicolás 1056.

La existencia de soportales en esta calle se relaciona directamente con su dimensión comercial. No debe sorprender, por tanto, que la Plaza de la Villa, donde tenía lugar un importante mercado medieval, fuera uno de los primeros lugares de la ciudad en los que se dispuso su instalación.

En 1466 el rey Enrique IV ordenó que se levantaran pórticos en la citada plaza y, diez años después, Isabel la Católica volvería a insistir en esta idea, porque, al parecer, no se cumplió plenamente con la voluntad de su predecesor.

En las décadas siguientes el foco comercial se desplazó a la Plaza del Arrabal (actual Plaza Mayor) y a sus alrededores. El último tramo de la Calle Mayor no fue ajeno a este fenómeno y, en su contacto con la plaza, a espaldas de la Casa de Panadería, podían contabilizarse hasta cuatro gremios: joyeros, roperos, manguiteros y telas de seda.

Plano de Chalmandrier (1761), con los soportales punteados.

Todos ellos contaban con sus respectivos portales, distribuidos en ambas aceras. Aunque éstos no aparecen documentados hasta el segundo tercio del siglo XVI, cabe pensar en un origen algo anterior. Debían sostenerse sobre vigas de madera, al más puro estilo castellano, como así se desprende de unas ordenanzas de 1591, en las que el ayuntamiento instaba a la utilización de pilares de piedra.

Con la construcción de la Plaza Mayor a principios del siglo XVII, la Calle Mayor fue objeto de una especial atención por parte de los maestros mayores arquitectos, pues se entendía como una extensión de aquella, no solo desde un punto de vista urbanístico, sino también en términos de actividad económica.

Juan Gómez de Mora, a quien debemos el trazado inicial de la plaza, unificó todo el entorno llevando su modelo porticado a algunas calles adyacentes, incluida la que ahora ocupa nuestra atención. También intentó homogeneizar las fachadas de los edificios, a partir de las pautas que él mismo había empleado en la plaza.

No tuvo mucho éxito en este último empeño, debido a la resistencia de los propietarios a la anexión parcelaria. Aún así, logró una cierta imagen de unidad, transmitida precisamente por medio de los soportales y de algunas actuaciones aisladas, como la que refleja el siguiente dibujo.


Gómez de Mora (1620). Casa del Mayorazgo de Luján en la Calle Nueva (hoy Ciudad Rodrigo), en la embocadura con la Calle Mayor.

En la segunda mitad del siglo XVIII, Ventura Rodríguez redactó un proyecto para dar uniformidad a Mayor y Platería, basado igualmente en los pórticos, como una solución que permitía la correcta alineación de esquinas, embocaduras y chaflanes. No pudo llevarse a cabo.

Ventura Rodríguez (1769). Alineación de las casas que dan a la Puerta de Guadalajara.

Más ambicioso fue Juan de Villanueva, quien remodeló la Plaza Mayor tras el pavoroso incendio de 1790, que casi acabó con ella. Su plan contemplaba la ordenación de una zona muy extensa (Mayor, Postas, Toledo, San Cristóbal, Provincia, Santa Cruz, Imperial...), mediante la unificación de los ritmos compositivos y de los materiales, además de un basamento porticado en todos los edificios.

En lo que respecta a la Calle Mayor, Villanueva propuso prolongar los soportales -que, como se ha dicho, estaban concentrados en la trasera de la Casa de la Panadería- tanto al este, hasta la confluencia con la Calle de las Postas, como al oeste, a través de San Miguel y Platería.

Pero, al igual que le ocurriera a Gómez de Mora, la oposición vecinal impidió que esta iniciativa quedara materializada, más allá de puntos muy determinados, como el Portal de Cofreros, en el arranque de la Calle de Toledo (y, aún con todo, con muchas limitaciones).

Los soportales de Mayor sobrevivieron hasta el último tercio del siglo XIX, sobrepasados por un nuevo concepto del comercio, que, con la idea del escaparate como bandera, avanzaba hacia la calle buscando un contacto más directo con el cliente.

















Pero no todo se ha perdido. A pesar de que la calle ha renovado la práctica totalidad de sus edificios, aquellos pilares de piedra, replicantes de los existentes en la Plaza Mayor, continúan en pie, pero, eso sí, integrados dentro de los nuevos inmuebles construidos, que se sirven de ellos como elementos de cimentación. Todo un símbolo de que las cosas no desaparecen del todo, sino que se van asimilando.

En concreto, los pilares que han llegado hasta nosotros se distribuyen entre los números 27 a 31, 37 a 39 y 41 a 43, en la acera de los impares, y en los números 38, 44 y 50, en la de los pares. También se conservan algunos restos en la Calle del 7 de Julio, uno de los accesos con los que cuenta la Plaza Mayor.



Bibliografía

- Una propuesta urbana para la Calle Mayor, de Carlos Sambricio. Revista Oficial del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, número 307. COAM, Madrid, 1996.

- Un proyecto fracasado: las transformaciones de la Calle Mayor en el siglo XVIII, de Carlos Sambricio. Historia Contemporánea, número 24. Universidad del País Vasco, 2002.

- La Plaza Mayor en España, de Pedro Navascués Palacio. Papeles de Arquitectura Española, número 5. Fundación Cultural Santa Teresa, Diputación de Ávila, Ávila, 2002.